Campeones del mundo cortando carne
A Brasa no puede estar en pleno centro. Necesita hacer uso de sus localizaciones, en las afueras, en Aravaca y Moraleja, para ofrecer esa tranquilidad de pueblo pequeño, de día de campo, de asado, de parrilla y carbón. Una decoración ecléctica mezcla unas tropicales plantas colgantes con unas lámparas voladoras inspiradas inequívocamente en el Loy Krathong tailandés. Por si fuera poco, unas tiras de tela colgadas en el techo remiten a las jaimas del desierto.
El estilo elevado e íntimo lo proporciona un espacio de generosa amplitud. Se siente paz a la mesa, música de fondo, conversaciones mitigadas por la distancia y la distribución. Y a A Brasa no solo hemos venido a comer, también a aprender: el dibujo de una vaca a modo de libro de biología nos ilustra acerca de los cortes de carne. Por fin sabrás diferenciar vacío, entraña y tira de asado; también descubrirás de dónde sale la carne para elaborar el chorizo criollo. Desde los ojos, la boca se nos hizo agua.
Fortuna la nuestra, nos ofrecieron precisamente un aperitivo, un abreboca consistente en aceitunas gordal y unos tacos de prieto salchichón. Me suelen llamar mucho la atención los primeros estímulos y, sobre todo el embutido en este caso, fueron preludio de un trato exquisito de la carne. En A Brasa se respeta la tradición y se cuida el corte.
Como era difícil elegir entrante ante una variedad tan suculenta, elegí yo uno, otro por acuerdo y otro votado por mi acompañante, argentina para más datos. Lo importante no es saber, sino ser amigo del que sabe. Ella optó por las croquetas, porque al final es más española que yo (aunque las croquetas son de origen francés, no estamos preparados para esta conversación), yo por los buñuelos de Idiazábal y, por coalición, pedimos también una chistorra de Arbizu.
En las croquetas se imponía el jamón, en una textura más compacta y terrosa de lo habitual, sin que esto fuera un defecto, sino un camino consciente. Me recordaron a las de mi madre y esto, por supuesto, es un halago. Con los buñuelos salieron a relucir las ansías de destrucción del ser humano. ¡Qué placer aplastar la crujiente coraza y liberar el queso! ¡De esos momentos en que exclamas un “uh” y sonríes! El toque dulce de la cebolla caramelizada hacía el resto. Gran acierto. La chistorra, con permiso, la txistorra fue la primera muestra de producto de A Brasa que se defiende solo, por pureza, sin una elaboración excesiva detrás. Para quitarse el sombrero. Perdón, la txapela.
Cuando apareció el vino en la mesa, supimos que la cosa se ponía seria. La etiqueta lucía orgullosa y noble, Marqués de Riscal, un rioja que con su precioso color sonrojaría a una cereza y cuya limpieza de trago ayudaba al brillo de la carne, sin opacar su sabor. Antes del plato fuerte, hicimos una transición con chorizo criollo, que nada más aterrizar en la mesa explota en las fosas nasales. Es un olor capaz de provocar hambre en un recién comido, digo más, en un herbívoro incluso. Ya si le agregas chimichurri, te pasaste el juego con trampas.
Hilando con el chimichurri, esa ambrosía a costa de aceite, vinagre y condimentos (orégano, ajo, ají, sal, lo que encuentres entre los botes de especias…), se sentó Argentina a la mesa: tira de asado. Un bocado y estás en Buenos Aires, al segundo en un asado familiar y al tercero querés pedirte un fernet y armar un quilombo bárbaro. Hablando en serio, a mí me transportó directamente al recuerdo de mi viaje a Argentina y mi acompañante cerraba los ojos y A Brasa era, por un instante, su hogar.
Éramos felices, lo sabíamos, lo hacíamos saber. Quedaba, y esto sí lo desconocíamos, lo mejor: un solomillo en una oscura salsa de ajo, guindilla y romero. El plato definitivo. Pide pan y, antes de que se vaya el camarero, pide más. La jugosidad de la carne mancha el plato de alegría y cada bocado te convierte en creyente, porque le pides a Dios que no sea el último.
A Brasa ya había cumplido como lugar de referencia, tanto en carnes como en argentinidad (si es que no son sinónimos), y todavía nos obsequió con dos postres a la altura del resto de comida. Un notable para la tarta árabe, compuesta por capas de hojaldre, almendras y una crema oculta que hace las veces de masilla. Eché de menos algo de miel, pero eso es culpa mía, que soy más goloso que Winnie The Pooh. Y el sobresaliente para la tarta de queso, el obligado postre allá donde voy. Y qué contento me pone que sea buena. La de A Brasa exaltaba el arte del queso derretido, fluyendo de la boca al corazón.
¿Cómo más os convenzo de que lo probéis? Cómo cuesta dar credibilidad a los lugares que están tan cerca de la perfección, donde apenas puedes criticar nada. Hm, bueno, ya sé, barato, lo que se dice barato, no es. Pero también tienen un menú de mediodía entre semana, que cuesta 40€ para dos personas. Así que también ahí me quedo sin mucha crítica… En fin, id a A Brasa, y os agradezco que me ayudéis con alguna imperfección. Si la encontráis.
Datos de Interés:
Qué: A Brasa, restaurante.
Dónde: C/ Camino de la Zarzuela, 23
Cómo llegar: Bus 162
Horario: L-D 13:00-16:00 | 20:00-01:00
Precio: aprox. 40-50€ p.p. | Parrilla ejecutiva dos personas L-V 40€