Domingos de paella
Confieso, Madrid, que he pecado. Que yo, que me juré local en mi ciudad, terminé un domingo en una terraza de Plaza Mayor. En la del Pestana Plaza Mayor, para ser concreto. Y va más allá mi confesión: lo disfruté. Hacía un perfecto día azulado de marzo, con el calor justo entre la camisa y un jersey fino y, aunque pareciéramos guiris recién llegados de Barajas, el servicio fue exquisito y la comida, reverencial.

Un punto inferior que su arroz competidor, pero más fotogénico.
Ahora bien, la trampa consiste en comer ahí. A la terraza salimos únicamente a darle corolario a un banquete que disfrutamos en su patio interior, dotado de una mayor tranquilidad y de una personalidad muy distinta. La terraza es el hermano echado para delante, ligón, con muchos seguidores en Instagram, al que le gusta dejarse ver. En cambio, el patio es, por oposición, el hermano menor, introvertido, con un gusto artístico exquisito, obsesionado con guardar su talento y mostrarlo solo a los merecedores de su don. Para el que no sepa leer entre líneas: elige una mesa en el patio.

Y un pequeño patio andaluz…
No sé si esto ocurre en otras familias madrileñas, pero en mi casa, desde que era bien pequeño, los domingos se comía paella. Debe ser una tradición que va más allá de mi círculo íntimo, porque Pestana Plaza Mayor se ha marcado un ciclo de arroces que se podrán degustar cada domingo. Para que os hagáis una idea: el 12 de marzo hubo arroz de berberechos y caballa; el 19, al que tuvimos la suerte de venerar: con conejo y habas; el 26 está previsto uno con cochinillo y alcachofas confitadas. Y abril también será mes de domingos de arroz, estad atentos.

Mira, mamá, estoy comiendo verduras.
Otra cosa que recordé de casa fue a mi madre obligándome a comer verduras. Y así fue como arrancamos la comida en Pestana Plaza Mayor: con una ensalada. Con algo de trampa, por supuesto, porque así somos los madrileños. En la ensalada había una jerarca, una deliciosa bola blanca de burrata, cuyo trono eran enormes tomates rosas cortados en láminas y cuya corona la conformaba un pesto verde que se deslizaba lentamente por la curvatura de su reina. Un vermut rojo regaba este despliegue. Obviamente, era mediodía de un domingo, pero tranquila, mamá, que eso no lo aprendí en casa.

Domingos de paella y vermut.
La ensalada muy bien, pero aquí veníamos a lo que veníamos: a por arroz. Elegimos dos distintos, por probar y poder contaros. Así somos, sacrificados por nuestros lectores. ¿Sabías que ninguna bandera de ningún país del mundo es amarilla y negra? Lo descubrí al buscarlo en Google para hacer una analogía con nuestros arroces, que lucían estos colores. El amarillo representó la tierra, el conejo, las habas. El negro, a su vez, se erigió delegado de la mar profunda, de la oscuridad de la tinta de chipirón y los breves puntos de luz blanca del alioli.
Ya que los probamos como jueces, tenemos que dar un veredicto. La decisión no resulta fácil porque chocaban la cremosa pastosidad del negro con la crujiente costra del amarillo. Quizá por recordar los domingos de paella en familia o el levantarnos las costras de las rodillas cuando éramos pequeños, pero declaramos al arroz con conejo y habas culpable de ser el conquistador de nuestros estómagos. La calidad de los tropezones, de los que el arroz negro carecía, tuvo mucho que ver en esta decisión.

La costrita que recubre el arroz, ahí reside la magia.
Pedimos encarecidamente a Matías, que fue nuestro guía gastronómico y a Estanis, nuestro atentísimo camarero, que incluyeran en la carta habitual el arroz del monte, nuestro vencedor personal. Y ya que teníamos su atención, pedimos a Estanis también el postre. Hay tarta de queso y no dudamos de que será buenísima, pero quisimos coger otro camino esta vez: el del volcánico coulant y la tradicional torrija, que está de temporada.
En postres no vamos a elegir, porque eran muy distintos y muy buenos ambos, cada cual a su manera. El coulant tenía la textura justa para contener los ríos de lava de chocolate y luego deshacerse en la boca, produciendo un efecto contraste entre su calor y el frío del helado de violeta, una maravilla técnica.
Por su parte, la torrija se mostraba más sutil que la que hace tu tía Mari Carmen la del pueblo (sin desmerecerla, por supuesto, es más, si quieres mandarme algunas de tu tía, te paso contacto). La de Pestana Plaza Mayor exhibía esponjosidad por dentro, a la par que un tacto suavemente crujiente en su primera capa que podía recordar levemente al caramelo quemado de una crema catalana.

Llega la Semana Santa y toca lo que toca.
Después nos ofrecieron tomar el café o una copa en la terraza. Yo no sé por qué me imaginé que se referían a un balcón con vistas a la Plaza Mayor y ya me sentía Ayuso o Carmena alentando a las masas. En cambio, la terraza era a pie de calle, en los famosos soportales de la plaza y pasé de ser Carmena a ser Klaus, con la frente roja quemada y haciendo escala en Madrid antes de continuar a Benidorm o Mallorca.
Sin embargo, allí sentado junto a mi acompañante, descubrí que dentro de las estafas para guiris de “vinou y paela” que abundan por esa zona, había ejemplos de lugares dignos que se preocupan por ofrecer una gran experiencia a sus comensales. Uno de ellos es Pestana Plaza Mayor.
Datos de Interés:
Qué: Pestana Plaza Mayor, hotel con restaurante.
Dónde: C / Imperial, 8
Cómo llegar: Metro Sol (L1, L2, L3)
Horario: Lunes a domingo 12:00-23:30
Precio: aprox. 40€