Un restaurante de ficción
Pido perdón públicamente a la Virgen de la Almudena, a la Puerta de Alcalá, al oso, y al madroño si hace falta. ¿Cómo he podido llamarme a mí mismo “madrileño” si no conocía Shangrila? Desde los neones en las ventanas se ha convertido en mi restaurante chino de confianza. Habré pasado por la puerta mil veces, porque se acuesta casi sobre Plaza de España, en la famosa Leganitos, y no me explico no haber entrado antes. Si se piensa un segundo, es lógico que se encuentre en esta calle, arteria principal del pequeño Chinatown de Madrid.

Nuestras amables vecinas, en una foto pactada.
El primer impacto es visual: el estampado de las sillas, el dibujo selvático de los platos, las lámparas de mimbre, los neones de las ventanas vistos desde dentro, los sofás rojos. Debajo de eso subyace un importante detalle, que puede pasar por alto para el ojo poco avezado. Fijaos en cuántos clientes son asiáticos. Si eligen Shangrila, lo hacen para sentirse en casa. Sello de autenticidad en carne y hueso. Brindamos por lo auténtico con una cerveza Tsingtao, la hermana china de la Mahou, con un cuerpo a medio camino entre la lata roja y la verde. Todo acompañaba tanto al realismo viajero que te teletransporta a China, que mi compañera no soltó los palillos en toda la noche. Yo sí, culpable.

Los echo de menos.
Tuvimos un bendito problema. Lo primero que probamos fueron los tallarines fritos y dejaron el listón arriba del cielo. De los mejores que he probado en mi vida, empatados quizá por otros de la gastronomía Nikkei. Los del Shangrila lo tienen todo, desde el sabor a la textura, a las tiras de pollo, al crujiente de la diminuta verdura, pasando por una presentación impecable, sin alharacas, pero contundente.
A los pocos minutos nos deleitaba un pato asado, cortado en tiras, que venía acompañado de pepino y una suerte de cebolleta, para armar un fino taco. Todo ello coronado por la salsa Hoisin, con la que me quiero casar, o en la que me quiero bañar, no sé, me pone nervioso hasta recordar su sabor. Os dejo un tip de regalo: mezclad algún trozo de pato con los tallarines del párrafo anterior. Hashtag maridaje.

Un cuadro que se come.
Aunque normalmente se entienden como entrantes, seguimos la cena con los poéticos Dim Sum, que se traduce como algo parecido a “pequeño bocado que toca el corazón”. No miente la traducción.
Pedimos dos distintos, unos dumplings y unos xiao long bao. Los primeros carecían por completo de la occidentalización a la que someten muchas veces a este plato y eso nos dificultó un poco el acercamiento a ellos. La culpa fue, obviamente, de nuestro paladar; el producto, impoluto en sabor y elaboración. Tan auténtico que, inconscientemente, volví a los rendidos palillos sin darme cuenta.
Los segundos, los xiao long bao, pusieron en tela de juicio el dominio de los tallarines como mejor plato de la noche. Si me lees y vas al Shangrila y, por lo que sea, no pides este manjar, no me vuelvas a hablar, aunque no te conozca. Pídelo cada vez que vayas. Pídelo cada vez que pases por delante. Es más, deja este artículo a medias y vete a comer este bocado, primo hermano del pintxo vasco, aunque obviamente a la manera china.

Foto en Shanghái; al fondo, Madrid.
A partir de aquí nos pudo la gula. Las raciones llenan el plato, generosas, pero los tallarines nos dejaron con ganas de más y pedimos una variante: unos tallarines de fécula de batata. No estaban mal, de verdad, y quizá nos venció la pesadez que acumulaban nuestros estómagos, pero no nos parecieron a la altura de los primeros.
Intentamos otra mezcla asombrosa, esta vez con una sartén de ternera y verduras mixtas que vino con espectáculo, ya que, servido en un soporte de madera, se terminó de cocinar sobre un fuego que se extinguió paulatinamente frente a nuestros ojos. Con un toque de picante agudo que no molestaba, la carne presumía de jugosidad. A pesar de la acuciante gordura, luchamos gustosamente contra la enorme sartén. Shangrila fue testigo de nuestra derrota.

Mochi, una palabra que pronunciaría todo el día.
El punto final lo pusieron unos mochis de coco y mango rellenos de helado. Prejuiciosamente inclinado hacia el de mango, el de coco fue definitiva y sorprendentemente elegido como mi favorito. Mi acompañante había jurado no comer helado en un año, por lo que yo hice otra promesa, por empatizar: “Jamás desaprovecharé las delicias que deje mi compañero”. Y ya en racha, prometí también que volvería, por la calidad de los platos y, para qué mentir, por sus precios más que populares.
Visité Shangrila un jueves y esto lo escribo el martes siguiente. Adivinad dónde cené ayer. Pista: el nombre del restaurante proviene de la novela Horizontes perdidos de James Hilton.
Datos de interés
Qué: Restaurante Shangrila Dimsum
Dónde: Calle Leganitos, 26
Cuándo: Lunes a Domingo de 12:30-16:30 y 19:30-23:45
Cómo llegar: metro Plaza de España (L3; L10); Santo Domingo (L2) | bus 44, 75, 133, 148
Precios: 15-20€
Más información: Facebook