Más allá del güey
Basta de limitar el lenguaje mexicano a “güey” y “ándale”, cuando es uno de los lugares donde más se exprime el español. Tierra de albures, de dobles sentidos, de juegos de palabras, el restaurante Cruda, que en México se usa como sinónimo de nuestra resaca alcohólica, quiere profundizar en esta cultura saltando desde el trampolín que nos gusta a nosotros: el estómago.
Entre Nuevos Ministerios y Cuatro Caminos hay una larga calle que se extiende, que conecta, y cuyo nombre recordar no quiero. A media altura entre ambos metros, un pequeño parquecito vitaliza la zona y, tras unos árboles se protegen varios locales. Uno de ellos es un trocito de México en Madrid y lleva por nombre Cruda. Bien puesto.
Alojado en un semi–sótano en forma de semi–círculo, casi todas las mesas son “la de la ventana”. La barra abierta y el estilo industrial de las bombillas vistas y las tuberías al aire siguen la moda impuesta en nuestros días. No es ahí donde nos gana a la vista, sino con pequeños detalles: una vajilla de colores atenuados que remite a la tierra y al cielo; una Virgen de Guadalupe que nos cuida desde la altura y unas velas mexicanas que rezan por el alma del comensal. Esos son los detalles que nos agradan.
¿Y por qué Cruda? Lo primero que cae en nuestra mesa es un “mezcalita frozen”, un chupito de margarita que cambia el tequila por mezcal. Tranquilos, luego vendrá el otro. Si ese el inicio… ¿Cómo iba a llamarse el restaurante? Hay que decir que la muestra es una tentación y que, como pecadores que somos y que la Virgen de Guadalupe nos perdone, caímos en ella. Marchando un mezcalita frozen tamaño copa y un margarita de frutos rojos. No eran ni las tres de la tarde.
Consejo, que para eso nos leéis: entre nachos y guacamole, elegid este último. Conlleva preparación en mesa, por lo que los camareros de Cruda que lean esta parte deben estar odiándome. Ante vuestros ojos, un despliegue de maestría, de cómo debe machacarse adecuadamente un aguacate. Y a vuestro gusto, irán cayendo todos sus acompañantes, habituales y novedosos: sal, limón, pico de gallo, chile, semillas de granada y los totopos, que en España han perdido su nombre por el de nachos, aunque no sean lo mismo.
De aquí pasamos a un ceviche a la mexicana, conocido como aguachile, común en zonas como Sinaloa o Jalisco. Tuvimos que agachar las orejas y pedir con poco picante, porque sabemos cómo las gastan nuestros hermanos centroamericanos. Aún así, se nos quedó el paladar alegre con la bien amada leche de tigre y la multicolor explosión en boca de pulpo, vieiras, camarones (gambas) y corvina. Todo en su punto, todo perfecto. Por algo en carta este plato se nombra “Vuelve a la vida”.
El tercer plato que nos ocupó en Cruda presentaba una tortilla de maíz tostada de base, sobre la que bailaba un tartar de atún rojo enchilado con múltiples parejas: semillas de calabaza, sésamo, cilantro… todos ellos unidos bajo una lluvia de lima que, más que recomendar, exigimos. Para ser sinceros, nos emocionaron menos que los anteriores platos, quizá porque su virtud está en la sobriedad, en la terrenidad del maíz y la pureza del atún. No destaca como montaña rusa, pero sí como bella meseta. Una lanzadera para el siguiente invitado, la representación gastronómica de México por antonomasia: el taco.
Llegó el peso pesado, el enmascarado de la lucha libre, el águila de la bandera. Lo elegimos, para ser más típicos, de cochinita pibil. Y es simple y directo: carne de cochinita adobada asada a baja temperatura, cebolla encurtida y las tortillas de maíz. No necesita más, con ese jugo que suelta la carne que deberían patentarlo como bebida espiritual. Padres, todo bien con Españita, pero me tenían que haber hecho nacer mexicano. Hay narcos, violencia, problemas de corrupción, pero… ¡qué comida tan espectacular, c******* a su madre!
Después de esta histriónica declaración de amor a la gastronomía mexicana, le bajo al drama con el postre. Para nosotros, la parte menos brillante del festín que vivimos. Probamos un bizcocho de naranja mojado, y más diría ahogado, en mezcal, cuya presencia opacaba dictatorialmente todos los demás matices. También hubo tiempo, ¿cuándo no?, para una tarta de queso, que mezclaba el fresco y el añejo. Sin ser la mejor de Madrid, Cruda se defiende con orgullo y buen hacer. Marcan la diferencia las pequeñas pepitas de frutos rojos sembradas por el plato.
Por último, para que Cruda dejara su impronta en la resaca del día siguiente, café y cóctel. Incluyo el café porque, a su aromático sabor a piel de naranja, a canela, a clavo, se le añadió un generoso chorrito de tequila. No suelo hacer mención al café, pero la vena colombiana de muchos de los trabajadores del local tenía que salir por algún lado y lo hizo en este preparado en olla que conlleva un peligro: no querréis otro diferente. El cóctel explosivo de mezcal y pomelo, de base contundente y toque cítrico, me dejó con una reflexión. Qué feo fue irse de Cruda, pero que bueno sería que os vinierais.
Datos de Interés:
Qué: Cruda, restaurante.
Dónde: Calle Raimundo Fernández Villaverde, 26
Cómo llegar: Metro Cuatro Caminos (L1, L2, L6) | Nuevos Ministerios (L6, L8, L10)
Horario: L, M y X 13h-17h/20h-24h | J y D 13:30h-17h/20h-01h | V y S 13h-02:30h
Precio: aprox. 35-40€ p.p. | Menú de mediodía L-V 15,9€