La paz en la vorágine
Entramos sin entender nada. Buscábamos Kalma, tanto como concepto como restaurante, y estábamos en una terminal de Barajas en hora punta. Ante la inmensidad que nos rodeaba, preguntamos, la vieja confiable. Resulta que aquel monstruoso complejo, mezcla de aeropuerto y centro comercial, era en realidad el Hotel Marriott Auditorium. El más grande de Europa. Donde se entregaban los premios Goya. Ni más ni menos.
En el restaurante Kalma florece la paz en medio de la vorágine. Al otro lado hay reuniones, gente que llega tarde, conversaciones urgentes por teléfono, negocios internacionales al filo de la hora. Aquí, en este lado, no. En este lado hay elegancia, hay calma, unos estantes de azul intenso, una falsa pared de ladrillo visto a medio construir, una vajilla grande y enormes lámparas, casi decorativas eso sí, ya que la desbordante luminosidad tiene su origen en unas luces escondidas en las paredes.
Últimamente vengo observando que los restaurantes que aspiran al lujo ofrecen pan con mantequilla. Kalma lo hizo y, además, con una amplia selección de panes, desde el integral con semillas hasta el de pimienta y orégano que me convenció a mí. El vino que nos sirvieron llevaba por nombre “Barbaridad” y era gato, de la casa, madrileño.
Pero para barbaridad, las croquetas. Llegaron en primer lugar, rompieron el ayuno y sorprendieron al instante, desde el bocado inicial. Me tenía absorto el prodigio físico, porque, sin perder el crujiente ligero de la coraza exterior, encerraba un contenido casi líquido, una delicia de una suavidad extrema, además del exquisito toque sólido del jamón. Ingeniería. Para colmo de bienes, a las croquetas las escoltaba una salsa de tomate y comino fresco, emparentada directamente con el hogao colombiano.
Lo peor del siguiente plato resultó el orden. La pobrecita ensalada tenía que competir contra la reciente perfección de las croquetas y se le complicaba el reto. Obviamente por debajo, pudo sin embargo salvar el honor con una digna receta a base de tomates, nuestro fetiche rosa y el pequeño cherry, una ventresca de alta calidad, piparras para dinamitar puntualmente el sabor y una cebolla compañera, que no caía en el amargor que muchas veces trae por defecto. Dio de sí lo que puede dar una muy buena ensalada.
El respeto por el producto se cristalizó en el rape, un pescado cocinado en su medida exacta, que ponía de relieve la importancia de la materia prima y del buen tratamiento que recibe en Kalma. El rey del plato se veía sustentado por cuatro pilares: un guiso de fricandó, como ministro de potenciamiento del sabor; un gel de cebolla que se percibe muy de fondo; un chipirón que es la mano derecha del rape; y unas habitas tiernas a modo de pueblo soberano.
Para dar fin al banquete en su etapa salada, antes de los postres, otro prodigio de técnica y química. ¿Tienen una cocina en Kalma o es un laboratorio? Y otra duda, ¿es Tolkien quien escribe la carta? El nombre de “trilogía de cochinillo” simplemente brilla por sí mismo. Cuando vienen los cortes, se entiende el número, pero no la carne. ¿Dónde está el cochinillo?
Me explico. Los cortes sabían a Navidad y, sin embargo, no tenían nada que ver visualmente con la bandeja del horno portando un cochinillo en ella. Eran tres diferentes y, por nombrarlos, los llamaré torreznos, solomillo y magro. Espectacular la alquimia en Kalma, porque probabas el supuesto solomillo y, es de jurar y no creer, sabía exactamente al cochinillo que conocemos. La diferencia mayor residía en el torrezno, con una salsa de soja con sésamo que aportaba un sabor oriental, poco segoviano. Imposible decidirse por uno de los tres cortes.
Qué bien sienta llegar satisfecho a la dulce recta final. Para el postre siempre hay hueco, tanto que nos atrevimos con dos. Arrancó con una copa de lemon pie, marcadamente menos ácida de lo que esperábamos. Refrescante sí, cítrica también, pero una masiva cantidad de merengue, muy de la rama americana de la nube quemada. Eso sí, la galleta del fondo, impecable.
En cambio, el helado artesano, en principio con menos elaboración, nos acarició directamente el corazón y la memoria. Eran tres bolas, sin inventos, la plantilla titular: chocolate, vainilla y fresa. Me recordó de inmediato a las tardes de verano, mediados de los noventa, dos o tres amiguitos en casa y tu madre sacando la tarrina y montando sándwich helado con galletas. Ese sabor feliz, pues más sutil, más cuidado y más puro. Grandísimo acierto terminar así en Kalma.
Cuando volvimos al otro lado, seguían las conversaciones apresuradas, el constante ir y venir de gente trajeada, en un hall más grande de lo que puedes imaginar. Nosotros salimos tranquilos, reposando todavía el café, a paso lento y a estómago contento. Íbamos rememorando los platos degustados, sin prisa, ramificando la charla en memorias y planes futuros, los cuales incluían regresar un jueves a probar el cocido de Kalma. Este detalle ratifica a un lugar como un buen restaurante: que salgas y estés pensando en volver.
Datos de Interés:
Qué: Kalma, restaurante.
Dónde: Avenida Aragón, 400
Cómo llegar: Bus 282
Horario: L-D 12:00-23:00
Precio: aprox. 40-50€ p.p. | Plato del día L-V 22€